Violencia vertebral (Margensur)

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Alejandro Saldaña Rosas
Sociólogo. Profesor Investigador de la Universidad Veracruzana
Twitter: @alesal3 / Facebook: Alejandro Saldaña

 

 

 

Violencia vertebral

 

La violencia es la espina dorsal del México contemporáneo. Prácticamente no existe ninguna experiencia o práctica social que no esté estructurada por la violencia, ya sea directamente o de forma tangencial. Una de las evidencias más contundentes de que la violencia vertebra al país es el confinamiento del discurso en torno a ella, esto es, se reconoce que la violencia cruza ciertos escenarios, determinados contextos, pero nada más, el resto de la estructura social del país se mantiene indemne a sus efectos perniciosos. La institucionalización de la violencia es la expresión más profunda de su enraizamiento en la vida cotidiana de 120 millones de mexicanas y mexicanos. En otras palabras: es tanta y tan frecuente, que la violencia ha comenzado a dejar de ser percibida, se ha hecho casi invisible, oculta en el lugar común del “así ha sido siempre”, en el menosprecio de su potencia bajo el fútil argumento del “no es para tanto”, o en la acusatoria que la exculpa por efecto bumeran: “exageras”.

            La violencia en México es vertebral por cuanto es (des)estructurante de las instituciones políticas, sociales, económicas, tanto en el medio rural (lo que queda de él) como en las ciudades. No hay resquicio que no sea ocupado de una u otra forma por las poliédricas formas que asume la violencia, revestida a veces de racionalidad con pretensiones científicas, de acto de fe o por meros usos y costumbres.

            Me refiero, por supuesto, a la violencia de los cárteles del crimen organizado que pueden asumir la forma del PRI o cualquiera de sus advocaciones menores (PAN, PRD, PVEM, etc.), a la de las polícías y fuerzas armadas que reprimen y asesinan en Nochixtlán, en Tanhuato, en Tlatlaya, en Tlatelolco, en Ayotzinapa. Esa violencia tiene cabida porque se sostiene en un aparato de impartición de “justicia” completamente abyecto que es campo fértil para el surgimiento y la expansión de cárteles y cartelitos de toda laya. Como ha sido demostrado con vasta suficiencia, el crimen organizado prospera a la sombra del poder político.

            Pero hay otras expresiones de la violencia que quizás no son tan brutales –o al menos inmediatas- como la ráfaga del asesino (uniformado o no) descargada en contra de una familia. Son formas nada sutiles, por el contrario: gritan su descaro de sangre y lodo a todo pulmón y con atenuantes francamente imbéciles. Es la pobreza heredada desde hace dos, tres, cuatro, diez generaciones. Esa pobreza transmitida por decenas, por centenares de años, que no se rompe con programas como Prospera, Progresa, Oportunidades o la ocurrencia en turno. Esa pobreza es violenta. Esa violencia produce pobres. Pero no se le reconoce como tal, sino como la “deuda con los pobres” o algún otro eufemismo salido de las aulas del ITAM.

            Es profundamente violento nacer, crecer y morir siendo pobre. Y ver crecer y ver morir a tus padres y a tus hijos en las mismas condiciones. Esa es una violencia en lo absoluto coyuntural, accidental, incidental o resultado de políticas públicas erradas; no, se trata de una violencia vertebral que (des)estructura el lazo social, que sella el destino de millones de personas, que modula el horizonte imaginario de posibilidades y vulnera al sujeto por cuanto procura restringir su rango subjetivo de emocionalidades, su perspectiva espiritual, a tres o cuatro registros facilongos y bobalicones como el reguetón o un libro de autoayuda, a lo sumo.

            La violencia de la pobreza no viene sola, le acompañan, al menos, la ignorancia, la desnutrición, la exclusión, la inoperancia del sistema de justicia, el racismo y el sexismo, todo bien aderezado con un turbio alcoholismo de cañitas y teporochas con Sidral Mundet (que es más saludable). Esa violencia de una ruindad destinal, irreversible, insuperable y cotidiana ha dejado de ser registrada como tal: se trata, si acaso, de un castigo divino por el pecado aún no cometido.

            En un país en el que la violencia se reproduce a través de la pobreza, indefectiblemente las instituciones –particularmente las de gobierno- serán violentas. No existe ningún argumento, ni pretexto, para justificar que México siga siendo un país tan pobre, tan ignorante y tan violento. A cien años de la Constitución mexicana de 1917, la pobreza debería haber sido un expediente cubierto, un dato del pasado, una referencia en la historia. No hay excusa ni pretexto.

            La violencia vertebral que (des)articula al país se expresa en los socavones abiertos a fuerza de cinismo y corrupción (un “mal rato” dice con violencia verbal Ruiz Esparza, corresponsable de la muerte de dos personas), en la venta de garage (llamadas concesiones) de más de la mitad del territorio nacional, en las siete mujeres que en promedio son asesinadas diariamente en el país, en la depredación ambiental de Mancera en la Ciudad de México (y de los demás gobernantes en el resto del país), en las mentiras que a diario vomitan los “periodistas” a sueldo del gobierno, en la inaceptable desigualdad social. La lista es interminable y cada quien seguramente puede añadir decenas de eventos de violencia experimentados en carne propia: el despido de un empleo gracias a la reforma laboral, un robo a mano armada, un atraco bancario, un secuestro exprés, el intento de extorsión telefónica o la extorsión por parte de un funcionario público. La violencia está en cada esquina de las calles del país, en los parques públicos, en los cines o en la gasolinera que no vende litros de a litro.

            La pregunta que nos asalta de inmediato es la que interroga cómo salir de la violencia estructural que nos ahoga. Bien, el simple hecho de formularla abriga la posibilidad de salir de un sempiterno estado de violencia hacia otro momento, otros escenarios diferentes. Ayuda, desde luego, vislumbrar que del otro lado de la violencia está la paz. Que si otros territorios en el mundo han transitado desde la violencia hacia la paz, en México también podemos hacerlo.

            La primera tarea es reconocer que la violencia vertebra al país en su conjunto, con los matices y acentos respectivos. Tamaulipas no es Yucatán; ni Xalapa, Guanajuato, de allí que sea necesario tejer fino para identificar las pautas de la violencia en cada localidad, en cada espacio, en cada barrio inclusive. Tarea nada sencilla que implica la participación colectiva de la ciudadanía organizada para cambiar de eje de estructuración.

            Digamos adiós a la violencia, demos la bienvenida a la paz. Una paz actuante, viva, alegre, pensante, sensible. Una paz con equidad que vertebre al país que, a pesar de todo, aún podemos imaginar. Un país que aún nos imagina en paz.

 

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