Margensur (El 1º de mayo y la violencia laboral de Estado)

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Alejandro Saldaña Rosas

Sociólogo. Profesor Investigador de la Universidad Veracruzana

Twitter: @alesal3 / Facebook: Compa Saldaña

El 1º de mayo y la violencia laboral de Estado

 

El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.

Antonio Gramsci

1º de mayo. Nada que festejar, nada que agradecer a la vieja (y no tanto) usanza: “gracias señor presidente”. Tampoco es el “día del trabajo”, ni es día de fiesta. El primero de mayo se conmemora la huelga que iniciaron miles de trabajadores en Chicago, en 1886, por la jornada laboral de ocho horas y por una sociedad justa, equitativa, libre. Días después cinco obreros fueron ahorcados y tres más condenados a prisión perpetua. El 1º de mayo es el Día Internacional de los Trabajadores, en memoria de los sindicalistas asesinados en Chicago. Es un día de lucha y de protesta.

            En México, durante decenas de años, el régimen priista convirtió la jornada de lucha del 1º de mayo en un ejercicio de genuflexión hacia el presidente en turno: el corporativismo charro hacía gala de sus más aberrantes prácticas para que sus líderes –encabezados por Fidel Velázquez- ratificaran su “lealtad” y apoyo al presidente, a cambio de canonjías, cargos de “elección popular” e impunidad absoluta. Pero ese control prácticamente total sobre los sindicatos fue doblegado: los trabajadores independientes lograron recuperar el zócalo de la Ciudad de México a fuerza de lucha callejera (literalmente) y pudieron hacer valer su grito de protesta en medio del “desfile” organizado por los charros sindicales.

            Desde mediados de los años ochenta del siglo pasado, el 1º de mayo el zócalo capitalino dejó de ser espacio de adoración presidencial, lo que constituye, hasta hoy, un símbolo de enorme importancia para los movimientos sociales en México; sin embargo, en el interior del país el famoso “desfile” del 1º de mayo sigue siendo una movilización cooptada, corporativista, humillante, si bien con rebeldes siempre dispuestos a reivindicar sus derechos laborales, humanos, ciudadanos.

            El sindicalismo corporativista ha perdido fuerza, sin duda, pero aún sigue ejerciendo coacción sobre importantes sectores de trabajadores organizados, como los petroleros, maestros (SNTE), mineros, burócratas al servicio del Estado, electricistas, telefonistas, por mencionar algunos bien conocidos. Además de las añejas formas de control, el gobierno mantiene la sujeción de los trabajadores a través de la violencia laboral de Estado.

            El eje que estructura la violencia laboral de Estado es la transformación del trabajo: por la vía de los hechos ha dejado de establecerse como un derecho para concebirse como un privilegio. Y los privilegios no se defienden, se agradecen. Esta mutación ocurre desde hace varios años y a escala internacional, si bien en nuestro país adquiere connotaciones ominosas. Baste señalar que en México más del 60 por ciento de la población económicamente activa (PEA) se encuentra en la informalidad, esto es, sin contrato, sin salario base, sin jornada laboral establecida, sin vacaciones, sin aguinaldo, es decir, en total desprotección social y con salarios precarios. Esta situación genera enorme presión para los trabajadores bajo contrato, los “privilegiados” que gozan de protección social así sea de pésima calidad y con tendencia creciente a deteriorarse cada vez más: servicios de salud, jubilaciones, condiciones de higiene y seguridad en el trabajo, etc.

            La reforma laboral de Peña Nieto representa la máxima expresión de la conculcación del derecho al trabajo. Es la condensación de la violencia laboral de Estado, toda vez que fue decretada e impuesta sin el consenso de los trabajadores (no así de sus “líderes”), restringe los derechos laborales (el de huelga, por ejemplo), promueve la precarización del trabajo (a través de la contratación por hora), estimula la subcontratación (conocida como outsourcing), favorece el sindicalismo blanco (controlado por los patrones) y reconfigura el “contrato psicológico” del individuo con la organización, es decir, el “conjunto de expectativas recíprocas en cuanto a derechos y obligaciones, en gran parte de naturaleza inconsciente, de carácter informal, dinámico, y fuertemente relacionado con el reconocimiento recíproco que necesitan tanto la persona como la organización” (Schavarstein, 2005:31, disponible en http://www.academia.edu/8490069/Dialéctica_del_contrato_psicológico_del_sujeto_con_su_organización).

            La violencia laboral de Estado apunta a vulnerar las subjetividades de los trabajadores, específicamente los “privilegiados” que “gozan” de un contrato y seguridad social. El “contrato psicológico” entre el trabajador individual y la empresa se pacta sobre la base de que el trabajo es un privilegio, una prerrogativa alcanzada por sujetos con las “competencias, capacidades, habilidades y actitudes” adecuadas para ocupar tal plaza en la organización. Fragmentado, dividido, individualizado, el trabajador debe valerse por sí mismo para ocupar un lugar en el espacio social. De esta forma, como señala el Doctor Vincent de Gaulejac, director del Laboratorio de Cambio Social de la Universidad Paris VII Denis Diderot, la luchas de clases se ha transformado en una lucha de lugares, o lucha de plazas, es decir, el esfuerzo que cada individuo debe hacer para insertarse socialmente a través del trabajo (http://www.alternatives-economiques.fr/la-lutte-des-places--vincent-de-gaulejac--isabel-taboada-leonetti--frederic-blondel-et-dominique-marie-boullier_fr_art_81_7939.html).

            El objetivo de la violencia laboral de Estado es diezmar la capacidad de organización, resistencia y lucha sindicales para reconfigurar las condiciones estructurales de la acumulación de capital. Se trata de imponer modelos laborales diseñados por las instituciones financieras globales (FMI, Banco Mundial) para favorecer al capital financiero y especulativo. Los saldos de la violencia laboral de Estado en México están a la vista: mayor pobreza, incremento del trabajo precario, desmovilización sindical, contracción del mercado interno por los bajos salarios, entre otras.

            Los trabajadores y sus organizaciones están llamados a modificar sus formas de organización, sus estrategias de lucha, sus esquemas de intervención en las empresas. La única vía posible para lograr estos cambios es a través de la ampliación de los márgenes de participación democrática en todos los ámbitos de la actividad social: en el espacio de trabajo, en los medios de comunicación, en la escena político-electoral, en los barrios, en la defensa de los derechos humanos.

            El trabajo es y deberá seguir siendo reivindicado como un derecho humano fundamental. Esa es la lucha de todos los días.

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