Margensur (19 de octubre 2015)

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Alejandro Saldaña Rosas

Sociólogo. Profesor Investigador de la Universidad Veracruzana

Twitter: @alesal3

 

 

 

 

Fandango, salsa y karaoke

 

Para Irma Arronte, con cariño y agradecimiento

 

 

"Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa"

Emma Goldman

 

 

En medio de la más terrible crisis de derechos humanos en México, la alegría es quizás la forma de resistencia ciudadana menos comprendida. Pero ahí está, constante, vital, profunda e integradora de lazo social. La alegría no pide turno e irrumpe con toda su fuerza para unirnos, para darnos, para crearnos y para mantener viva la esperanza de que un día en este país la muerte deje de ser gobierno.

            Hace unas semanas, Jorge Vargas, director de Teatro Línea de Sombra, me comentó que en Ciudad Juárez, en los momentos de mayor zozobra y miedo por la violencia desbordada, la gente dejó de asistir a bares y antros, mas no dejó de festejar. Lo que hicieron los juarenses fue meterse en sus casas, cerrar puertas y cortinas y cantar noches enteras con karaoke. La fiesta se trasladó a las casas, pero no cesó, y gracias a esa verdadera estrategia de supervivencia, la ciudad se mantuvo y se mantiene en pie, pese a la violencia desatada por los cárteles y los funcionarios (que son uno y lo mismo) en turno. Ciudad Juárez resiste, lucha, vive y festeja. La estrategia de los juarenses no es exclusiva de la ciudad fronteriza. Por todo el país la fiesta se hace a puertas cerradas, la alegría tiende puentes a menor escala, pero al fin puentes.

            Traigo a colación el comentario de Jorge porque la semana pasada estuve en el cumpleaños de doña Irma Arronte, luchadora social, activista y líder ciudadana en Poza Rica, esposa de don Maximino Ledesma, único presidente municipal de izquierda que derrotó a los charros de Pemex en los años setenta del siglo pasado. En la fiesta, buena parte de la noche fue darle duro y tupido a la cantada con el karaoke. Los invitados al convite, la mayoría habitantes de aquella ciudad del norte de Veracruz, estaban con un ojo a la letra de las canciones y el otro a la calle, donde de vez en vez pasaban camionetas francamente sospechosas (como las de la llamada “fuerza civil”). “Ayer hubo varios levantones y balaceras”, me dijo una de las invitadas, “por eso andamos cuidándonos”. Más importante que los malandros en camionetas fue el nudo de amistad tejido en torno al karaoke: mujeres cantando a gritos (bastante afinados por cierto) su maravillosa rebeldía y sus ganas de ser como les place… con la intervención de algunos espontáneos que nos atrevimos al micrófono ya en confianza.

            En escenarios de muerte y destrucción como los que predominan en todo el país, la fiesta adquiere connotaciones diferentes que en situaciones de paz. La fiesta, y con ella la alegría, se convierte en un recurso de resistencia social, de construcción de lazo ciudadano, de fortalecimiento de estructuras sociales básicas para la convivencia cotidiana: redes vecinales, grupos de amigos de la escuela, colectivos espontáneos articulados en función de intereses comunes, etc. La alegría colectiva (y enfiestada) es la respuesta al dolor y la muerte. Si no estamos muertos es porque andamos celebrando.

            La fiesta a la que acudí en Poza Rica fue exactamente eso, una celebración a la vida en todas sus dimensiones: el festejo de un aniversario, el encuentro con amigos y familia que vemos de vez en vez y que disfrutamos siempre, la alegría de estar juntos y de estar bien, el reconocimiento colectivo a una voz desafinada, la dicha de las viandas compartidas, el goce de mover el esqueleto en el corazón de la huasteca veracruzana, el ocaso de la fiesta con luz de nuevo día.

            En los años más duros de la violencia en Colombia, la fiesta no cesó. Simplemente se llevó al ámbito privado y los chicos y las chicas, los adultos y los ancianos festejaron hasta la madrugada y se quedaron a dormir en casas ajenas, que siempre fueron propias. La salsa no paró un segundo y la rumba siguió siempre pa’lante. La alegría no fue solo un recurso de resistencia, sino también propuesta de articulación que dio lugar a propuestas artísticas de alto aliento, como el proyecto El Colegio del Cuerpo (http://elcolegiodelcuerpo.org/es/).

            De forma similar, en Veracruz el fandango articula resistencias, concita rebeldías, integra voluntades. Nos podrán estar matando y desapareciendo pero aquí el fandango no da tregua: las décimas y la tarima están siempre al punto, la jarana bien dispuesta y el zapateado más rebelde que nunca. Y si no es son jarocho será salsa, chotis, ska o cumbia, pero aquí nadie se deja, todo mundo se mueve y (casi) todo mundo protesta. La historia cultural del Veracruz lacerado aún no está contada, hay atisbos de enorme talento: en el jazz, en el teatro, en la literatura. Cuando esta historia se cuente a cabalidad, los Aguas Aguas, los Sonex, los Son de Madera, la ORTEUV y muchos grupos y solistas más ocuparán sitio distinguido.

            Festejar la vida no es asunto baladí: significa ocupar un lugar en la trama social, el tuyo y el mío, el de todos, el de todas, el sitio que nos pertenece por derecho propio nomás por estar vivos y por ganarnos la vida a corazón entero. Nuestro lugar está en el mismo centro de la vida, donde el corazón zapatea, canta en karaoke, baila salsa y grita con veracruzano acento: ¡chinguen a su madre, les estamos ganando!

            Grito de alegría, rebelde y tierno, que aprendí de doña Irma Arronte.

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