Lo pequeño es hermoso y la seducción capitalista (Margensur)

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Alejandro Saldaña Rosas

Sociólogo. Profesor Investigador de la Universidad Veracruzana

Twitter: @alesal3 / Facebook: Alejandro Saldaña

 

 

 

 

 

 

Lo pequeño es hermoso y la seducción capitalista

 

 

Yo demuestro, al menos parcialmente, que existo, como individuo único, por lo que compro, por los objetos que pueblan mi universo personal y familiar, por los signos que combino “a mi manera”. En una época en que las tradiciones, la religión y la política producen menos identidad central, el consumo adquiere una nueva y creciente función ontológica.

Gilles Lipovetzky

En 1973 E.F. Schumacher publicó un libro que sería de gran importancia para el pensamiento y la acción ambientalista: “Lo pequeño es hermoso: Economía como si la gente importara”. En esta obra el economista de origen alemán, cuya formación y carrera profesional transcurrieron en Inglaterra, plantea un conjunto de críticas al modelo de desarrollo industrial por su carácter depredador de la naturaleza y la inviabilidad a futuro que eso representa. También, cuestionó que el bienestar humano se mida a través de indicadores como el Producto Nacional Bruto sosteniendo que “el dinero por sí solo no satisface todas las necesidades”. En una época en que se comenzó a reflexionar críticamente sobre los “límites del crecimiento” (en 1972 se publicó el informe con ese nombre encargado por el Club de Roma al Tecnológico de Massachusetts ) el libro de Schumacher parecía una suerte de programa social alternativo basado en la ecología y una especie de des-tecnologización que apostaba por un retorno a la comunidad. La historia posterior al libro es bien conocida: relativo auge del movimiento ambientalista en regiones muy acotadas, pero avance inexorable y destructor del modelo industrial. Lo pequeño es hermoso, es posible, pero no ha sido lo suficientemente seductor como para atraer a las masas.

Tal vez la principal debilidad de las propuestas contenidas en “Lo pequeño es hermoso” es su carácter ingenuo, idealista, ruralista, lo que en plena expansión industrial, urbana y consumista no concitó muchas adhesiones. Si lo pequeño es hermoso, lo grande es poderoso y se ha impuesto con inteligencia ocasionalmente, con violencia si hace falta, con una combinación de ambas siempre. Lo grande es poderoso, muy poderoso, tanto que el capitalismo industrial se hizo flexible, global, virtual y ha demostrado una (casi) infinita capacidad para asimilar las críticas más virulentas, las utopías más desenfrenadas, las resistencias más consistentes e inclusive ha logrado crecer enloquecidamente gracias a incorporar lo infinitamente pequeño que, convertido en tecnología, resultó para millones de personas en verdad hermoso: la nanoelectrónica, la nanorobótica, la nanomedicina y un largo nanoetcétera de aplicaciones similares.

La nanotecnología ha sido determinante en hacer del capitalismo más que un sistema de producción, un poderoso sistema de seducción. Sí, al parecer Schumacher tenía razón pero por insólitas razones: convertido en pantallas de plasma con cada vez más pequeños micro chips, o poderosas computadoras de bolsillo, o teléfonos más inteligentes que sus dueños o micro implantes capilares, lo pequeño es hermoso. Y en su pequeñez radica su enorme poder, su inmensa capacidad de seducción.

Derrotado -por autodestrucción- el proyecto social representado por el bloque soviético, el capitalismo se nombró como el único proyecto humano posible en las postrimerías del siglo XX. Incluso Francis Fukuyama, en 1992, anunció el “fin de la historia” para argumentar que el liberalismo y su “democracia” marcaban el término de las guerras y las revoluciones por razones ideológicas y políticas. Sin oposición alguna, la democracia liberal llevaría sus bienes y virtudes a todos los confines del mundo, sostenía Fukuyama en estos términos: "El fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas". Veinticinco años después asistimos a la inevitable derivación de las tesis de Fukuyama: el fin de la historia se convirtió en el Buen Fin, o el Black Friday como le llaman en los Estados Unidos.

El Buen Fin: compras compulsivas para no perder el instante, tarjetas de crédito saturadas de deseos a meses sin intereses, ritual racionalizado del consumo quizás innecesario pero hedonista, búsqueda de un espacio social aunque sea en la fila para pagar, efímera experiencia próxima a los “mirreyes” al firmar el váucher.

El capitalismo sigue siendo un modo de producción, ni a qué discutir, pero es algo más: es un modo de seducción. Es un modo de producción a lo grande-poderoso y al mismo tiempo es un modo de seducción a lo pequeño-hermoso. Posiblemente la principal estrategia de seducción es el consumo. No se trata ya de satisfacer las necesidades del sujeto a través del mercado, sino de construir la trama de sus deseos, la construcción imaginaria de su identidad, su historia individual, familiar e incluso social a través del consumo. La memoria, nuestra memoria, queda indefectiblemente ligada al viaje emprendido y evidenciado con fotos (el Yo-selfie que tiene por espejo al Facebook), a la boda comprada en paquete con luna de miel incluida, a la graduación con toga y birrete rentados, al funeral pagado por los deudos en cómodas mensualidades.

De esta manera, el Buen Fin es la expresión nítida del paso del consumismo primitivo que satisfacía necesidades primordiales, al consumismo selectivo (y masificado) que construye deseos -y los cumple- con precisión agorera. El consumo se convierte en la profecía autocumplida del Yo todopoderoso en la medida en que su seducción narcisista se ratifica en cada compra, en cada oferta, en cada deuda… sobre todo si se obtienen puntos extras, bonificaciones para las siguientes compras o una bonita colección de emoticones para descargar.

Quien seduce atrae, pero lo hace con tal sutileza que el seducido se dirige por voluntad propia, con entusiasmo, con pasión y sobre todo, con una confianza en sí mismo indispensable para invertir los términos del vínculo, los términos del contrato subjetivo. Así, el poder seductor del capitalismo se construye sobre la ilusión de que el consumidor es quien seduce, quien atrapa, quien atrae. De esta forma el Buen Fin se erige como la expresión contumaz de la libertad del individuo que elige en el abigarrado mundo de mercancías a su disposición aquellas que le otorgan un estatus, un lugar social, un reconocimiento como sujeto deseante: que desea y es deseado. Si no es en el Buen Fin, quizás nunca sea.

No parece haber oposición efectiva, amplia, colectiva y sobre todo, suficientemente seductora a la seducción capitalista. Lo pequeño sigue siendo hermoso, sin duda: permacultura orgánica, producción artesanal, movilidad en bicicleta, energías limpias, colectivos variopintos luchando por sus agendas, comunidades que se identifican en la defensa de sus territorios y su patrimonio,

creadores haciendo contracultura, científicos que se salen de la raya bien trazada por las instituciones, personas que salen y entran de los muchos clósets y corsés de los condicionamientos de género, grupos que apuestan por la acción directa, grupos que no apuestan pero meditan tratando de cambiar al mundo con mantras, limpias y letanías, entre muchos otros. En fin, resistencias y rebeldías hay muchas, sin embargo su capacidad de seducción –que no de lucha- parece estar mellada.

 

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