Arantepacua y Chinameca: la historia y lo posible

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Alejandro Saldaña Rosas
Sociólogo. Profesor Investigador de la Universidad Veracruzana
Twitter: @alesal3 / Facebook: Compa Saldaña

 

 

 

 

Arantepacua y Chinameca: la historia y lo posible

 

A Emiliano Zapata lo mataron por rebelde, por insurrecto, por insistir en su Plan de Ayala, que en su parte nodal decía “que los terrenos, montes y aguas que hayan usurpado los hacendados, científicos o caciques a la sombra de la justicia venal, entrarán en posesión de esos bienes inmuebles desde luego, los pueblos o ciudadanos que tengan sus títulos, correspondientes a esas propiedades, de las cuales han sido despojados por mala fe de nuestros opresores, manteniendo a todo trance, con las armas en las manos, la mencionada posesión…”.

            Casi cien años después del asesinato de Emiliano Zapata en la hacienda de Chinameca, Morelos (ocurrido el 10 de abril de 1919), el gobierno federal perpetra otra masacre en contra de campesinos y comuneros indígenas en Arantepacua, tierra purépecha de Michoacán. La lucha de los comuneros de Arantepacua es exactamente la misma que la de Zapata, hace más de cien años: una lucha por tierra y libertad.

            El asesinato de Zapata fue una traición (de Guajardo, quien convocó a Emiliano a una reunión y sus fuerzas lo acribillaron); la masacre de Arantepacua también fue una traición: llamados al diálogo con el gobierno del perredista Silvano Aureoles, los comuneros fueron cobardemente atacados por fuerzas estatales, federales y ejército. Se habla de al menos 4 personas asesinadas, entre ellas un menor de edad. Hay decenas de detenidos y un número no estimado de desaparecidos.

            El gobierno de Peña Nieto, como en su momento lo hizo el de Venustiano Carranza, ataca a traición a campesinos en lucha por lo esencial de su identidad social, su tradición, su forma de vida, su querencia y su estar en el mundo: la tierra y la libertad.

            Inaceptables los titulares de algunos medios chayoteros que señalan se trató de un “enfrentamiento”. No, jamás será un enfrentamiento cuando las armas de fuego están solo de un lado y el ataque se ejecuta a la mala, a traición. No puede haber enfrentamiento cuando del lado campesino hay palos, piedras, machetes e incluso alguna escopeta de caza y del otro hay armas de fuego reglamentarias (y no), gases, escudos, estrategia, organización y, sobre todo, consigna de muerte, afán de sangre, garantía de impunidad. En estas circunstancias los muertos siempre caen de un lado. Del otro, sin que mengue el dolor a los deudos, está el Estado y sus múltiples recursos para que el delito sea maquillado de mil maneras, todas convertidas en “verdad histórica”.

            Entre Arantepacua y Chinameca hay una misma historia, una línea de sangre y muerte que corre por todo México y se llama Ayotzinapa, Nochixtlán, Tlatlaya, Tanhuato, Aguas Blancas, El Charco, Acteal, Atoyac, Xochicalco (asesinato de Rubén Jaramillo), Chinameca. Y muchos más, cientos más, ocurridos contra Rarámuris, Mayas, Zoques, Hñähñus, Yaquis, Mayos, Popolucas, Tzotziles, Nahuas, Wirrarikas y un largo etcétera. Nombres en lenguas indígenas (originarias) que no nos dicen nada, no significan nada porque estamos más preocupados en aprender inglés (el niño Nuño en primer lugar) que en saber el significado de los cerros, los pueblos, los ríos que nos rodean, los nombres que incluso, a través del lenguaje y la comida, nos habitan.

            Parte de la tragedia de México es que estamos tan invadidos por otros muchos que desconocemos, que anotamos insensiblemente en la bitácora de las masacres las nuevas afrentas cometidas en territorios por siempre ignorados. Si no es por los muertos y por la memoria, Arantepacua, Ayotzinapa, Chinameca o Nochixtlán serían nombres impronunciables (de tanto hablar inglés) que tienen un lugar muy pequeño en el mapa de un mundo globalizado e incomprensible.

            México está tan lejos de sí mismo que se revela en su rara “autonomía” como un algo indecible, incomprensible y hasta ausente: México Tezcatlipoca de espejo quebrado y humitos inhalados por yonkies de tiendita.

            Asesinaron a Emiliano Zapata en Chinameca, Morelos, un 10 de abril de un año infausto: 1919. Noveinta y ocho años después, el 4 y el 5 de abril de este ingrato 2017, en Arantepacua, Michoacán, Zapata fue vuelto a matar, una vez más. Otra vez el gobierno federal traicionó y asesinó. Los muertos son los mismos de siempre: campesinos, indígenas, mujeres, niños, ancianos. Los asesinos son los mismos de siempre: soldados, policías, gobernadores con nombre como Silvano Aureoles y “presidentes” con nombre como Enrique Peña Nieto, o Venustiano Carranza, da lo mismo.

            Es la misma historia. Es el tiempo que se hilvana en charquitos de sangre, lágrimas de funeral y funcionarios del estado contritos, acongojados a fuerza de costumbre, cinismo y “buenas” intenciones. Que la historia siga siendo historia es la chamba de estos nefandos funcionarios.

            Entre Chinameca y Arantepacua hay una línea de continuidad que se extiende a todo lo largo del siglo XX y lo que se arrastra del XXI: agravios, discriminación, muertos, despojo. Lo que queda de México es lo que los comuneros y campesinos aún defienden: montes, playas, selvas, historia, cultura y, sobre todo, rebeldía.

            Hace muchos años platiqué con un indígena guatemalteco que por fuerza de la represión en su país había tenido que emigrar a México. Eran tiempos (lo siguen siendo) de masacres y mucho dolor en Guatemala, por lo que miles de indígenas se vieron forzados a cruzar el Suchiate y a quedarse a pocos metros de la línea divisoria entre México y Guatemala: una frontera inventada.

            Los kaibiles guatemaltecos, ejército de asesinos entrenados por los gringos y ahora al servicio de los cárteles mexicanos, cruzaban la frontera constantemente, noche tras noche y hasta a veces lo hicieron (¿lo hacen?) de día. Asesinaron a cientos de campesinos, con la complacencia del gobierno mexicano que no impidió que fuerzas armadas de otro país (Guatemala) violaran la “soberanía nacional” para matar a hombres, niños y mujeres.

            En alguna ocasión pregunté a un indígena guatemalteco por qué los refugiados de su país no ingresaban más kilómetros dentro de territorio mexicano, para evitar las masacres de los kaibiles. El hombre me dio más o menos esta respuesta:

“Para ustedes la tierra es algo alejado de ustedes. La tierra “les pertenece” y la compran, la venden, la rentan, la explotan. Pero para nosotros la tierra es otra cosa: es parte de nosotros mismos. Es sagrada y es parte de nosotros. Por eso no podemos estar lejos de nuestra tierra, porque es estar lejos de nosotros. Es como si a usted le arrancaran un brazo, ¿verdad que no se iba a ir lejos de su brazo? ¿verdad que iba a luchar para que le pusieran de nuevo su brazo?

            Así para nosotros la tierra. Es parte de nosotros, por eso luchamos por esa parte que quieren quitarnos a la fuerza: nuestra tierra, que somos nosotros”.

            Entre Arantepacua (2017) y Chinameca (1919) hay una línea de sangre y muerte, pero también una de incomprensión y arrogancia por parte del gobierno, y una de rebeldía por parte de indígenas y campesinos. En esta tesitura no hay más que exigir –una vez más- castigo a los culpables. #FueElEstado, gritamos una vez más y sin descanso.

            Quizás, si aprendemos a escuchar, podemos trazar otra línea que haga de la historia una esperanza: siempre sobre la base de la justicia y la memoria (sin perdón ni olvido) hacia otro México que aún es posible.

 

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