Ley de Seguridad Interior, una comedia de errores

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Othón Partido Lara

Especialista en prevención del delito

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Ley de Seguridad Interior, una comedia de errores

Las leyes inútiles debilitan las necesarias

Montesquieu

 

Se podría señalar cualquier cantidad de defectos al sistema político mexicano. Sin embargo, con el tiempo ha prevalecido lo que deberíamos juzgar como una gran fortaleza -muy notoria en el contexto latinoamericano- que es la sujeción del Ejército al poder civil, así como la lealtad de las Fuerzas Armadas a la Constitución.

En una reciente rueda de prensa, muy poco habitual para la Secretaría de Defensa, el titular Salvador Cienfuegos enderezó una serie de críticas contra la negligencia de estados y municipios por no asumir un control real de la seguridad y fue aun más allá al cuestionar directamente a la Secretaría de Gobernación, responsable de la conducción política del país. Muchos de sus argumentos parecían razonables, salvo un problema de origen: No es su papel hacer este tipo de señalamientos públicos.

Días después, en una enredada y muy débil justificación, el presidente Peña Nieto sugirió que las declaraciones de Cienfuegos habrían sido sacadas de contexto. Como especie de control de daños, después se difundieron partes de la conferencia donde el secretario destacó el papel apolítico de las Fuerzas Armadas y demandó a los poderes una directiva para contar con un marco legal de actuación.

Sin embargo, la declaración y su impacto en la opinión pública ya habían tenido un efecto nocivo. No se había visto con anterioridad un tono de confrontación similar y una conferencia de prensa seguramente es el peor espacio para ventilar vicisitudes internas de las instituciones, por justificados que pudieran ser algunos reclamos. En todo caso, la idea de una “mejor coordinación”, vendida como un “logro” de la presente administración, cayó por los suelos desde entonces, quizá en forma que podría resultar irreversible en un futuro cercano.

De suyo, el propósito de las Fuerzas Armadas de contar con una Ley de Seguridad Interior parte de ideas extremadamente confusas. La primera y más obvia es que no parece existir una delimitación conceptual clara entre Seguridad Nacional y Seguridad Interior.

La segunda gran contradicción es que buena parte de lo que se pide o se anuncia como nuevo, ya existe en las leyes.

Es falso que el Ejército actúe ajeno a un marco constitucional. En el artículo 89, fracción VI, de la Constitución se establece como facultad del Ejecutivo “Preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente, o sea del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación” (CPEUM, Art. 89).

Similarmente, la Ley de Seguridad Nacional contiene una descripción precisa sobre las amenazas a la Seguridad Nacional, entre ellas todos aquellos actos tendientes a obstaculizar o bloquear operaciones navales o militares contra la delincuencia organizada (LSN, Art. 5 Fracc. V).

Se dice que el estamento militar no cuenta con marcos legales para actuar contra el crimen organizado. Tampoco es veraz tal suposición. En mayo de 2014 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Manual del Uso de la Fuerza, que establece criterios de gradualidad en el uso del poder coactivo del Estado.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación también emitió la resolución P./J. 38/2000 que cualquier interesado puede consultar en Internet, donde se establece la constitucionalidad de la participación de las Fuerzas Armadas en las tareas de seguridad, siempre y cuando se respeten ciertos criterios de desempeño.

Por otra parte, se argumenta que la nueva Ley de Seguridad Interior habría de resolver ciertos aspectos del artículo 29 constitucional, que establece la posibilidad de suspender parcialmente garantías ante una perturbación grave de la paz pública, cuestión que en el papel sólo podría emitir el presidente con la aprobación del Congreso.

Si ya hay una Ley de Seguridad Nacional, un protocolo de uso de la fuerza y disposiciones de la Suprema Corte para la participación del Ejército en tareas de seguridad, entonces lo que realmente se crearía es una ley para regular los estados de excepción, es decir, la suspensión parcial de garantías. Las dos iniciativas del PRI y el PAN reconocen que la Seguridad Interior es vertiente de la Seguridad Nacional. Luego entonces, ¿qué sentido tiene legislar sobre algo que ya existe?

Si el (des)propósito de la Ley de Seguridad Interior es suspender garantías, ello provocará en automático un grave corto circuito con toda la arquitectura de derechos de la Constitución. Hace no mucho, cabe recordar, todos los partidos políticos relevantes alcanzaron un sólido consenso en el Congreso para emitir las reformas históricamente más trascendentales al Sistema de Justicia Penal y en materia de Derechos Humanos.

¿Es deseable que ahora las Fuerzas Armadas gocen de poderes extraordinarios para pasar por encima de las demás instituciones? ¿Significa esto el inicio de una contrarreforma donde se tirarán por la borda todos los esfuerzos de décadas recientes?

Los impulsores de estas iniciativas también tendrían que explicar con solvencia otras delicadas cuestiones. Si, conforme a las iniciativas hoy a discusión, la actuación de las Fuerzas Armadas en ningún caso suplirá las funciones de policía ni las delicadas tareas de investigación del delito, ¿qué tiene de nuevo o distinto esta propuesta de ley que no tengan ya los demás ordenamientos? ¿No será necesario, con o sin ley de Seguridad Interior, seguir fortaleciendo policías y ministerios públicos?

Dos vicios muy persistentes asolan la realidad mexicana: primero, suponer que la inflación legislativa tiene alguna utilidad para resolver problemas sociales, como si estos pudieran atajarse por decreto por medio de iniciativas mal redactadas y peor pensadas. El primer error conduce a uno todavía más grave, caer en la simulación y la apariencia.

Aunque las leyes se multipliquen al infinito, esto no implica que se apliquen cabalmente. La permanencia indefinida de múltiples crisis de violencia, el estado de impunidad e indefensión de la ciudadanía ante autoridades muchas veces incapacitadas para entender su papel legal e histórico, es lo que en el fondo debilita la credibilidad de la ley y el ejercicio de autoridad.

Es interesante la idea planteada por el analista Alejandro Hope (El Universal, 14/12/16), en el sentido de dar un ultimátum a gobiernos municipales y estatales para reformar a sus policías en un plazo perentorio o trasladar la facultad a un orden de gobierno con mayor capacidad. Tal vez esto desbordaría la respuesta del Estado nacional, pero si no hay un claro sentido de responsabilizar a las autoridades locales de sus funciones, será imposible obtener resultados diferentes a los que hoy encontramos.

Gobernadores y presidentes municipales deben dejar los pretextos y, peor aun, las malas prácticas, mientras que la sociedad civil requiere presionar aun más para que se tome en serio la inaplazable tarea de modernización de las estructuras de seguridad y justicia. En este sentido, más que una ley mal encuadrada al marco jurídico mexicano, debería impulsarse un cronograma bien definido para que la autoridad civil reasuma su legitimidad en el ejercicio del gobierno, por ejemplo, avanzando en procesos concretos de profesionalización.

Los dilemas que plantea la inseguridad pública no deben dar pie a improvisaciones o salidas irreflexivas que se presten a la vulneración de derechos. La militarización sólo consigue postergar las soluciones sin llegar en lo absoluto al problema político de fondo que es la recomposición del poder civil, el cual tiene, en estricto sentido, la función de seguridad pública como tarea indelegable.

 

 

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