Donald Trump y el retorno de Rambo

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Ricardo Bernal

Maestro y doctorante en filosofía moral y política (UAM-I). Profesor de filosofía social y filosofía de la historia (La Salle)

@FPmagonista

Donald Trump y el retorno de Rambo

 

En la segunda película de la saga de Rambo, el excombatiente norteamericano es sacado de la cárcel para traer con vida a los prisioneros de guerra que aún se encuentran en Vietnam. La valentía del personaje representado por Sylvester Stallone, no sólo se expresa en sus inverosímiles maniobras bélicas, sino en el hecho de que se enfrenta sin pudor a “esos burócratas de Washington” que provocaron la derrota del ejército americano. Rambo no es un personaje educado y no habla el lenguaje sofisticado de los políticos, sin embargo, para el ciudadano común su atractivo se encuentra precisamente ahí: ese hombre rudimentario, utilizado a su antojo por el sistema norteamericano, se atrevía a decirle a la cara a esos políticos encorbatados todas sus verdades. Desde luego que el espectador no se sentía identificado con “los burócratas de Washington”, sino con Rambo, incluso cuando se encontraba muy lejos de tener esos portentosos músculos y esas increíbles habilidades militares.    

Aunque me declaro absolutamente incompetente para explicar las razones de la más reciente victoria de Donald Trump en las elecciones de los Estados Unidos, creo, en cambio, ser capaz de identificar un conjunto de discursos que no parecen muy fértiles si queremos comprender lo que ha venido ocurriendo desde hace unos años a nivel mundial.

En un magnífico discurso pronunciado el 9 de noviembre en la UCLA, Alain Badiou vinculaba la figura de Trump a un conjunto de líderes políticos que van desde Berlusconi en Italia, hasta los actuales líderes de Hungría, Filipinas, Polonia o Turquía. Según Badiou, todos estos líderes encarnan una especie de fascismo-democrático, cuyos discursos están más cerca “de los gánsteres y la mafia que del lado de los políticos educados”.

A pesar de que el análisis de Badiou es sobresaliente, creo que esta última frase no es exacta y expresa buena parte de las limitaciones de algunos análisis sobre lo ocurrido en el caso de Trump. Es cierto que buena parte del éxito del multimillonario tiene que ver con su distanciamiento de los discursos esgrimidos por los políticos educados, pero no creo que esto implique necesariamente que hable el lenguaje de los “gánsteres y la mafia”.

Ambos discursos, tanto el de los políticos educados como el de la mafia, le son absolutamente ajenos al ciudadano medio. Lo verdaderamente preocupante es que el lenguaje de Trump no funciona por ser extraordinario, sino por ser enteramente ordinario. De lo que la gente parece estar harta actualmente, no es tanto de la falta de sofisticación sino de lo que parece percibir como una especie de hipocresía refinada.

Hoy mismo, Obama expresaba en un discurso frente a la prensa internacional que debemos seguir confiando en las virtudes del libre comercio, pues las relaciones mercantiles no sólo son beneficiosas para una de las partes involucradas en esas transacciones, sino que generan beneficios para todas ellas. El todavía presidente de los Estados Unidos agregaba que, a pesar de los problemas que actualmente vive la Unión Europea, hoy más que nunca debemos mostrarle al mundo los grandes logros que han traído los proyectos de asociación comercial.

Para las mentes “más cultivadas de los Estados Unidos” no es difícil reconocer en estas frases una sofisticada narrativa que le hace justicia a todo un proyecto intelectual. Un proyecto tan longevo que en su origen se encuentra la “Paz perpetua” de Kant y que se ha nutrido con las reflexiones de gente tan respetable como Winston Churchil, Johan Willem Beyen o incluso el propio Habermas.

No obstante, imagino que para los ciudadanos que han vivido los efectos de la crisis de 2008 y las consecuencias negativas de la apertura comercial en Estados Unidos desde los años 80´s, este tipo de discurso debe sonar como una especie de refinada palabrería que nada tiene que ver con su realidad. Frente a ello, por trágico que nos parezca, el lenguaje directo y llano de Trump podía resultar excesivo para más de uno de sus votantes, pero al menos tenía la virtud de ser auténtico.

Un artículo publicado en el prestigioso diario El País -durante años adalid de una corrección política que en las recientes elecciones españolas se ha destapado como la máscara de sus francos intereses privados-, expresa mejor que cualquiera la distancia existente entre la intelectualidad liberal y la realidad cotidiana de la gente. Bajo el título: Declaración de guerra a la estupidez, John Carlin argumentaba que en realidad la victoria de Trump expresaba “una rebelión contra la razón y la decencia”, y la confirmación de la “estupidez”, “el poco juicio” y “el pésimo gusto” de 60 millones de norteamericanos.

Además de elitista y aristocrático, o quizás por ello, este texto resulta enteramente sintomático. Es precisamente esta especie de superioridad intelectual la que le resulta ajena e irritante a buena parte del electorado, no tanto por su incapacidad sino porque tiende a encubrir los perniciosos efectos de una realidad injusta y desigual.

Seguramente habrá muchos otros factores, pero creo que una enseñanza clara de las recientes elecciones en Estados Unidos tiene que ver con la posibilidad de repensar hasta qué punto los lenguajes sofisticados y las referencias culturales que solemos usar desde la izquierda le resultan ajenos a los ciudadanos que más sienten los efectos de la injusticia y la desigualdad.

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