De “progres” y onanistas (Reflexiones en torno a Badiou, Mouffe y Laclau)

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Ricardo Bernal*

Maestro y doctorante en filosofía moral y política (UAM-I). Profesor de filosofía social y filosofía de la historia (La Salle)

@FPmagonista

De “progres” y onanistas

(Reflexiones en torno a Badiou, Mouffe y Laclau)

 

 

En su monumental obra titulada Lógica de los Mundos, el filósofo francés Alain Badiou utiliza el término “idealismo aristocrático” para caracterizar una de las actitudes con las que es posible hacer frente al relativismo posmoderno actualmente dominante. Según el autor de El Ser y el Acontecimiento, la ideología que se ha apoderado de nuestro tiempo es incapaz de aceptar la existencia de verdades universales más allá de la constatación empírica de cuerpos y lenguajes diversos.

A esta perspectiva de corte relativista, Badiou la denomina materialismo democrático. En buena medida, toda la filosofía del francés es una crítica a este materialismo y un intento por mostrar la existencia de procedimientos verdaderos de carácter universal. Sin embargo, Badiou se niega a asumir la actitud “aristocrática” de quienes suponen que esas verdades se encuentran restringidas a una minoría o de quienes actúan como si el acceso a su conocimiento les otorgara un estatuto privilegiado capaz de distinguirlos de las mayorías.

Como el francés realiza una ecuación en la que identifica -de forma errónea, a mi entender- relativismo, democracia y liberalismo, la única vía de salida ante la Escila de una posmodernidad relativista y la Caribdis de un idealismo aristocrático, es una apuesta comunista. No se trata, sin embargo, del proyecto comunista históricamente existente, sino de un comunismo entendido como la generación “común” de lo verdadero.  

En este punto, quienes no estén interesados en la historia de la filosofía bien pueden preguntarse sobre la pertinencia de estas extrañas y abstractas reflexiones. En realidad, el panorama que presenta Badiou no debe resultarnos del todo ajeno, en cierta medida, posee un aire de familia con la realidad política nacional.

Desde hace algunos años el discurso de los derechos humanos ha cobrado fuerza en los contextos más progresistas del país, con lo cual, la lógica discursiva de proyectos de izquierda más sectarios ha quedado seriamente cuestionada. Frente a la reivindicación de una identidad determinada por la clase social, la pertenencia a un espacio geográfico o a una comunidad específica, este discurso ofrece un horizonte normativo con pretensiones de universalidad bien justificadas.

En ese sentido, se sustrae tanto al particularismo de ciertas luchas políticas, como a la amenaza relativista de una “democracia sin límites” en la que incluso los derechos de las minorías podrían ser objeto de decisión colectiva -eso que Tocqueville llamaba “tiranía de las mayorías”-. De ahí que el jurista italiano Luigi Ferrajoli haya denominado acertadamente “esfera de lo indecidible” al conjunto de derechos fundamentales sin los cuales una democracia constitucional moderna sería incapaz de subsistir.

Ahora bien, frente a la irrupción de un discurso capaz de reivindicar de forma justificada un horizonte de universalidad, caben dos actitudes comparables a aquellas que Badiou identificaba con la oposición entre “idealismo aristocrático” y “comunismo”. Por un lado, aquella que asume que el conocimiento de una “verdad” es una señal de distinción frente a quienes carecen de ella y, por el otro, la convicción de que una “verdad” sólo tiene sentido si logra ser apropiada de forma común.

Desafortunadamente, la generalización del discurso de los derechos humanos ha tenido como correlato la aparición de un compacto grupo de intelectuales, polítc@s y, más recientemente, entusiastas activistas que han asumido la primera posición. Así, en algunos sectores “progresistas”, el discurso de los derechos humanos ha servido como un mecanismo para establecer una diferencia respecto a una mayoría concebida como ignorante, fanática e incapaz de comprender los misterios de un saber al que ellos tienen un acceso privilegiado.    

Seguramente estas posturas tienen razón al afirmar que esas mayorías desconocen los fundamentos teóricos y los mecanismos internos de este nuevo paradigma. El problema es que la esfera política poco tiene que ver con el hecho de “tener razón” o, mejor dicho, no sólo tiene que ver con ese hecho. En la mayoría de las ocasiones, la política -entendida, en sentido amplio, como la intervención práctica de los seres humanos en el ámbito público-, suele obedecer a resortes muy distintos: la autoconservación, el miedo, la ambición, el sentido de pertenencia, la perpetuación de la tradición, etc.

Con todo, hay ocasiones excepcionales en las cuales tener razón y actuar políticamente llegan a coincidir; sin embargo, para que esta coincidencia pueda tener efectos duraderos en el mundo -institucionalizarse- debe ser capaz de volverse parte del sentido común de las mayorías. Retomado de Gramsci, el concepto de hegemonía de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe apunta en esta dirección: hacer política es, entre otras cosas, pelear por hegemonizar ciertas ideas en el sentido común de un pueblo.

Laclau y Mouffe han señalado con acierto que una de las consecuencias más radicales de aceptar una concepción democrática de la política es asumir que, por más verdadero que sea, ningún discurso garantiza a priori el consenso. La política es una zona de disputa y entrar en esa disputa implica conquistar el sentido común de las mayorías para lograr transformaciones institucionales con repercusiones reales.

Por tanto, si nuestro compromiso es un compromiso político, no basta “tener razón” sino “hacerla hegemónica”. Sospecho, sin embargo, que la peor forma para que una idea se vuelva parte del sentido común consiste en “exhibir” la ignorancia fanática de quienes no la comparten.  

En realidad, la acción de denigrar la ignorancia del otro resaltando nuestra superioridad moral o intelectual, no tiene que ver con los enojosos avatares de la política sino con una actividad más placentera: la masturbación. Porque, en el fondo, cuando actuamos de esa manera de lo que se trata es de gozar de uno mismo o de solazarse por pertenecer a un grupo minoritario en el que todos comparten la razón.

Aunque nuestros irrefrenables impulsos de “progres” indignados nos lleven -de forma, por lo demás justificada- a inundar redes sociales y artículos con improperios hacia los zafios miembros de la opción política que detestamos, hacia los incultos hacedores del “rating” de los malos programas que aborrecemos, hacia los estultos carnívoros o los irresponsables cochistas, vale la pena tener claro que, cuando lo hacemos, no estamos realizando un acto político sino un gozoso y envidiable acto de onanismo.

Construir una política progresista es muy distinto, tiene que ver con la laboriosa y aún indescifrable tarea de hacer entrar la razón en un sentido común compartido para transformar las instituciones vigentes… pero esa es otra historia.

*Ricardo Bernal es maestro y doctorante en filosofía moral y política por la UAM-I, realizó estudios doctorales en Paris VIII Saint Denis. Actualmente es profesor de filosofía social y filosofía de la historia en la Universidad La Salle y co-conductor del programa Jaque Al Rey.  

 

 

 

 

 

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