La gran hazaña colombiana

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Ricardo González Bernal

Coordinador del Programa Global de Protección de Article 19

@R1card0G0nzalez

La gran hazaña colombiana

"La paz no es la ausencia de guerra, es una virtud,

un estado de ánimo, una disposición para la benevolencia,

la confianza, la justicia",

Spinoza, Tratado Teológico-Político, 1670.

Después de casi 60 años de conflicto armado, el pasado 26 junio el Estado colombiano firmó el acuerdo de cese bilateral que posibilitará el desarme, desmovilización e incorporación de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) a la esfera democrática del país. Por primera vez se ha trazado el camino para dejar atrás el conflicto armado que ocasionó la muerte de por los menos 220,000 personas, el desplazamiento forzado interno de casi seis millones y la imposición de la condición de refugio a poco menos de diez mil personas. Más allá del optimismo desbordado, las críticas mañosamente viscerales, el simple hecho de que se haya firmado formalmente una parte tan importante de los acuerdos de paz es en sí un hito histórico de gran envergadura para el mundo entero. El conflicto armado más largo de América Latina tiene finalmente el camino trazado para su fin, el grupo armado más viejo y posiblemente más poderoso está desmantelado.

La paz no es algo abstracto y en esa materialidad hay que reconocer que la ausencia de guerra es una definición muy estrecha. Existen muchos tipos de paz, unos más duraderos que otros. Como señala Wolfgang Dietrich, su eficacia depende del equilibrio de tres factores esenciales que la sustentan: la seguridad, la armonía y la justicia. La paz debe ser algo tangible, sin embargo, para entender la magnitud de lo que está pasando en Colombia valdría la pena comenzar por dimensionar las implicaciones simbólicas y así aterrizar una mirada más amplia en los hechos concretos.

En 1999, el entonces presidente Andrés Pastrana organizó un soso evento que inauguraba un proceso formal de negociación con las FARC. Al evento estaba convocada la clase política, las fuerzas armadas y la comunidad internacional, sin embargo, de último minuto, Manuel Marulanda (jefe guerrillero de las FARC) decidió no asistir al evento, dejando así una silla vacía. Esta imagen se convirtió en el símbolo de la violencia por venir y el estancamiento de cualquier pacificación. Aquel desaire de Marulanda sirvió al siguiente presidente, Álvaro Uribe, como bandera para endurecer la política belicista y fomentar la proliferación de grupos paramilitares que desterraron la posibilidad de cualquier diálogo.

Las aspiraciones de paz se disolvieron en el discurso uribista que buscaba la “seguridad democrática”, sustituyendo la posibilidad de diálogo por la exigencia de una rendición sin reservas. Uribe evitó de manera sistemática hablar de un conflicto armado, reduciendo la complejidad de la situación al peligroso marco conceptual del terrorismo. Un discurso que iba acorde a la securitización a nivel internacional después del 11 de septiembre y se fortalecía con la impotencia y frustración de un creciente número de víctimas a lo largo y ancho de Colombia.

En la era del gobierno de Uribe, la prolongación del conflicto se convirtió en una causa y bandera política. El punto de inflexión de esta situación llegó con el presidente Juan Manuel Santos, el cual, en medio de la presión del uribismo y sus aliados paramilitares, y las demandas de pacificación por parte de diversos sectores de la sociedad civil, dio un golpe de timón al discurso oficial. Es decir, logró que esa silla que permaneció vacía por más de un década, fuera ocupada en favor de un acuerdo de paz. Este cambio de discurso fue un elemento clave para que las negociaciones en La Habana concluyeran en buenos términos y para poner un alto a la retórica uribista.

A las negociaciones de La Habana llegó una delegación que representaba a unas FARC que, aunque con cierto capital político y raigambre social en algunas regiones, sufría el descrédito por las tácticas empleadas para su financiación como el secuestro, la extorsión y la participación en diversos ámbitos del comercio y trasiego de cocaína y armas. Una carta abierta publicada en 1992 por intelectuales y artistas, que recientemente fue retomada por la columnista Tatiana Acevedo, resume esta situación de manera perfecta: “la guerrilla se ha quedado afuera de la historia nacional”. Uno de los hechos que más debilitó el discurso de la vía armada no provino de las facciones uribistas-paramilitares, sino del arribo por la vía democrática primero de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela y la subsecuente instalación de gobiernos de izquierda radical en Brasil, Ecuador y Argentina.

Ciertamente, el acuerdo firmado en La Habana no constituye el fin del conflicto armado pero sí una alternativa para su transformación material. Por ejemplo, la desmovilización y desarme de combatientes, justicia y reparación de víctimas y, en el centro de esto, una reforma agraria profunda que fue en sí la principal bandera de las FARC durante todo este tiempo. Aunque existen dudas fundamentadas sobre algunos detalles (vale la pena echar un vistazo a la excelente cobertura del sitio La Silla Vacía), Colombia ha entrado en una nueva etapa de su historia.

Retos y oportunidades para una paz justa

El principal reto para la paz en Colombia radica en la contención del uribismo, no sólo en el plano retórico sino también en el plano material, en donde los otrora grupos paramilitares hoy operan bajo el disfraz de bandas criminales (BACRIM). El uribismo y el neo-paramilitarismo han mantenido un ataque frontal al proceso de paz. Llama la atención por ejemplo, el incremento alarmante de asesinatos de líderes de izquierda en meses recientes y la poca atención mediática, lo cual recuerda a la masacre sistemática de los dirigentes de la Unión Patriótica en la década de los ochenta como táctica para mantener el destierro de la izquierda armada a la esfera democrática.

Sin embargo, una de las principales fortalezas a favor de la paz y del bienestar del pueblo colombiano radica en la fuerza de una prensa que, a pesar de haber sido víctima directa del conflicto, está llamada a jugar un papel crucial en la verificación de la implementación de los acuerdos y combatir la desinformación y propaganda uribista. Sin embargo, cuando se habla de construcción de paz, el ejercicio de la libertad de prensa no es suficiente. No sólo se requiere debate público libre y vibrante, sino también espacios públicos que promuevan y faciliten la reconciliación. La libre expresión no es monopolio de quienes ejercen el periodismo, en especial en contextos de transformación de conflictos.

Otra fortaleza con la que cuenta el proyecto de paz colombiano son, sin lugar a dudas, los procesos gestados de manera autónoma desde la sociedad civil. Desde los proyectos de reivindicación y construcción de memoria de las comunidades campesinas, indígenas, afrodescendientes y grupos de mujeres, hasta los esfuerzos de visibilización de las víctimas y de búsqueda de justicia y reparación. Ahí se ha gestado la paz que hoy se dibuja en el horizonte colombiano, donde el gobierno y las FARC no han tenido más que encontrar su lugar respectivo en la historia.

Este proceso de paz tal vez algún día logrará limpiar la imagen de Colombia y pondrá el ejemplo a otros países enfrascados en conflictos similares. Tal vez algún día, “colombianizarse” será sinónimo de transformación de conflicto. Mientras tanto, vale la pena celebrar el arribo de Colombia a una nueva etapa.

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